La adolescencia y la juventud son construcciones sociales. En otras palabras, son «clases de edad» que, si bien tienen una base material biológica, sobre la misma se elaboran diversas representaciones relativamente arbitrarias e históricas. En realidad, lo que «existe» con una existencia casi igual a la de los objetos físicos es un continuo de edad. Es la sociedad la que produce determinados «cortes» y «rupturas» en el flujo del tiempo. Sabemos que existen niños y adolescentes, adolescentes y jóvenes, pero esas fronteras que marcan los límites no tienen una señalización material u objetiva. Los límites sociales son siempre «arbitrarios y conjeturales» (como decía J.L. Borges), y muchas veces imprecisos. Pero en ciertos casos, es necesario reducir esa imprecisión fijando límites estrictos, homogéneos y fáciles de identificar. Éste es el tipo de límite que se expresa en la ley y los dispositivos normativos. La «mayoría de edad», por ejemplo, está claramente establecida en los códigos y en las leyes de todas las sociedades. No son límites definitivos, pueden variar. Pero sí son límites precisos. La incorporación al sistema educativo formal no es arbitraria. Se ingresa a la escuela a una edad legal bien determinada.
Pero cuando se trata de la adolescencia y la juventud, sólo sabemos que existen, pero no estamos en condiciones de decir cuándo empiezan y dónde terminan estas etapas de la vida. No todos los que tienen la misma edad participan de la misma «clase de edad», ya que no todos los coetáneos comparten las mismas características y experiencias vitales (formar pareja, trabajar, alcanzar la autonomía económica, estudiar, etc.). Por otra parte, la propia experiencia escolar contribuyó a la creación de la juventud como una construcción social; es decir, como un tiempo de vida colocado entre la infancia y la condición de adulto, un tiempo de preparación y de espera. Por eso, puede decirse que no siempre existió «juventud» y «adolescencia». La posición en la estructura de distribución de bienes materiales y simbólicos de la sociedad está determinando diversas formas de vivir la experiencia joven o adolescente; por lo tanto, no es un estado por el que necesariamente pasan todos los individuos en una sociedad determinada. En muchos casos, hasta la propia experiencia de la infancia es un «privilegio» que se niega a muchos niños y niñas que viven en condiciones de pobreza extrema, tanto en el campo como en las grandes ciudades del continente.
Pero aquí, más que el debate teórico, por demás rico e interesante, nos interesa saber cuáles son las características distintivas de los adolescentes y jóvenes respecto de los niños en cuanto objeto de clasificación escolar. La vieja escuela primaria fue pensada y diseñada para los niños; y la escuela media, pese a sus esfuerzos de adaptación, tiende a reproducir los mecanismos y estilos propios de la educación infantil. En otras palabras, en muchos casos, tiende a tratar a los adolescentes como si fueran niños. Éste es un factor que no pocas veces contribuye a explicar el malestar y el fracaso escolar en la enseñanza media.
Según Dubet y Martuccelli (1998), más allá de las significativas determinaciones de género, clase social, etnia, hábitat, etc., un estudiante del colegio secundario es diferente de un alumno de la escuela primaria. Al menos pueden señalarse las siguientes particularidades observadas en Francia, pero que, en cierta medida, son válidas en el contexto escolar urbano de América Latina.
a. Diversidad de las «esferas de justicia». Mientras el mundo de la infancia y la escuela está organizado alrededor de una gran «unidad normativa» que rige tanto en el ámbito escolar, como en la familia, el mundo del «colegial» está regido por la percepción de que existen diversos ámbitos de justicia. Una regla se aplica en el recreo, otra entre los amigos, otra en el colegio, otra distinta en el ámbito familiar. Mientras que el niño mimado en la familia espera el mismo trato en la escuela, el adolescente percibe que existen distintos espacios de juego con distintas reglas. Un ejemplo, los resultados escolares diferentes no deben engendrar tratamientos diferentes. Mientras que en la primaria, los que son buenos en conducta, también tienden a ser premiados en términos de notas y sanciones escolares, esta práctica se torna injusta en el colegio. En este ámbito, las clasificaciones escolares (calificaciones) tienden a diferenciarse de las calificaciones en el comportamiento (conducta).
b. Principio de reciprocidad. Mientras que en la escuela, el niño tiende a representarse a la autoridad y al maestro como algo natural e indiscutido, el adolescente percibe que las instituciones (el colegio, pero también la familia) constituyen mundos complejos donde existen una diversidad de actores con intereses y «capacidades» diferentes. La «omnipotencia» del maestro tiende a ser sustituida por la visión más compleja y política de las relaciones y el juego (las alianzas, las estrategias, el uso del tiempo, etc.). El principio de reciprocidad quiere decir que la relación profesor–alumno no es unidireccional (el profesor tiene todo el poder y hace lo que quiere, mientras que el alumno sólo tiene que obedecer). El adolescente tiende a considerar que el respeto, por ejemplo, debe ser una actitud recíproca y no sólo una obligación de él hacia sus profesores.
c. La emergencia de estrategias escolares. El niño en la escuela percibe que sólo basta ser aplicado y obedecer las reglas y a sus superiores (los padres y los maestros), para tener éxito en la escuela. En cambio, en el colegio, los adolescentes perciben que «ser estudiante» es algo más complejo que seguir ciertos automatismos. Por el contrario, el adolescente percibe que para tener éxito es preciso desplegar una estrategia; es decir, que se requiere hacer uso del cálculo, definir objetivos, elegir medios adecuados para los mismos, desplegar la acción en el eje del tiempo, saber esperar, etc., etc.
d. Desarrollo de una subjetividad no escolar. Mientras los niños en las escuelas viven en «continuidad relativa» su estatuto de niño y su estatuto de alumno, los adolescentes en el colegio viven la experiencia de una tensión entre el estudiante y el adolescente. «Con la adolescencia –escriben Dubet y Martuccelli– se forma un ‘sí mismo no escolar’, una subjetividad y una vida colectiva independientes de la escuela, que ‘afectan’ a la vida escolar misma». Veremos más adelante que no todos los adolescentes logran articular en forma satisfactoria estos dos espacios de vida.
Más allá de estas particularidades genéricas, los adolescentes y jóvenes son portadores de una cultura social hecha de conocimientos, valores, actitudes, predisposiciones que no coinciden necesariamente con la cultura escolar y, en especial, con el currículo o programa que la institución se propone desarrollar.
Hubo un tiempo en que el mundo de la vida cotidiana se mantenía «afuera» y «alejado» de la cultura escolar. Los saberes legítimos, esos que la escuela pretende incorporar en los alumnos son saberes «consolidados» y, en cierto modo, «alejados» de la cotidianidad y la contemporaneidad. Esta distancia tenía una razón de ser en el momento constitutivo de la escuela y el Estado modernos. La escuela tenía una misión civilizatoria, tenía una función de reeducación (como se decía en la época). En muchos casos la distancia entre la cultura espontáneamente incorporada por los niños y la cultura que se quería inculcar era extrema. Por eso la escuela tuvo una función misionera. La primera pedagogía era una tecnología de conversión, de allí la densidad, variedad e integralidad de sus tecnologías (al límite, el ideal era la pedagogía del internado).
Hoy resulta imposible separar el mundo de la vida del mundo de la escuela. Los adolescentes traen consigo su lenguaje y su cultura. La escuela ha perdido el monopolio de la inculcación de significaciones y éstas, a su vez, tienden a la diversificación y a la fragmentación. Sin embargo, en demasiadas ocasiones, las instituciones escolares tienden al solipsismo y a negar la existencia de otros lenguajes y saberes, y otros modos de apropiación distintos de aquellos consagrados en los programas y las disposiciones escolares.
Mientras que el programa escolar tiene todavía las huellas del momento fundacional (homogeneidad, sistematicidad, continuidad, coherencia, orden y secuencia únicos, etc.), las nuevas generaciones son portadoras de culturas diversas, fragmentadas, abiertas, flexibles, móviles, inestables, etc. La experiencia escolar se convierte a menudo en una frontera donde se encuentra y enfrentan diversos universos culturales. Esta oposición estructural es fuente de conflicto y desorden, fenómenos que terminan a veces por neutralizar cualquier efecto de la institución escolar sobre la conformación de la subjetividad de los adolescentes y los jóvenes (Jaim Etcheverry, 1999). Es preciso señalar que la contradicción y el conflicto entre cultura escolar y cultura social es tanto más probable en el caso de los jóvenes de las clases sociales económica y culturalmente dominadas.
En estas condiciones, es probable que surjan tensiones entre la integración de los adolescentes a su «grupo de iguales» y su integración a las normas escolares. Cuando la distancia entre la cultura social incorporada por los muchachos y la cultura escolar-curricular es grande, el conflicto es un fenómeno muy probable en la experiencia escolar. Desde la clásica investigación de J.S. Coleman (1961), se conoce la oposición entre la subcultura adolescente y las normas escolares que, en muchos casos, lleva a preferir la primera a la segunda. El conflicto y el predominio de la «atracción y el prestigio» en el grupo de pares sobre el prestigio y los premios propios de la actividad escolar no es más que una de las situaciones probables. La armonización y «negociación» entre ambos universos culturales, dadas ciertas condiciones sociales e institucionales es también un desenlace probable de esta tensión estructural. Las manifestaciones de este tipo de conflicto son bien conocidas y adquieren formas particulares en cada contexto nacional. En Francia, es común que los muchachos y las chicas del colegio tengan que optar entre dos figuras típicas: la del «bufón» y la del «payaso». Mientras que la primera figura representa el tipo ideal del alumno que opta por cumplir con las reglas de la escuela, la segunda se aplica a quienes las desafían y prefieren ser los «primeros en el grupo» (los más valorados, reconocidos, populares, etc.), a costa de ser «los últimos» en la lista de méritos específicamente escolares (calificaciones, conducta, etc.). Los hijos de los grupos subordinados, en muchos casos, optan por esta estrategia, en la medida en que les resulta más difícil competir con éxito en el juego escolar.
El campo donde se juega la construcción de la subjetividad está dominado por tres actores básicos: la familia, los medios de producción y difusión de sentido, y las instituciones escolares. Pero la familia ha perdido fuerza y capacidad de estructurar las personalidades de las nuevas generaciones. La familia que la escuela todavía espera y quiere no es la familia de las nuevas generaciones actuales. La incorporación de la mujer al mercado de trabajo, la modificación del equilibrio de poder entre los sexos y la división del trabajo en la familia, su desinstitucionalización y la cuestión social contemporánea han modificado profundamente el papel de la familia como constructora de subjetividad.
No existe un currículo social (es decir, familiar, mediático y escolar), único y coherente; y la escuela no tiene más remedio que prestar atención al hecho de que no posee una posición monopólica en este campo tan complejo (si es que alguna vez la tuvo). La simple toma de conciencia de esta complejidad contribuiría a redefinir y redimensionar en forma crítica y creativa el margen de maniobra y la eficacia propia de las instituciones escolares en la formación de las nuevas generaciones.
Artículo completo en:
Culturas juveniles y cultura escolar Emilio Tenti Fanfani
Trabajo autorizado por el IIPE/UNESCO, Sede Regional Buenos Aires.
http://www.educared.org.ar/biblioteca/coordenadas/index.php?q=node/197
Para una construcción teórica de las «clases de edad» consultar Urresti (M.). Cambio de escenarios sociales. Experiencia juvenil urbana y escuela en: Tenti Fanfani (E.) (comp.). Una escuela para los adolescentes. Losada, Buenos Aires 2000.
Coleman J.S. (1961). The adolescent society. Nueva York: The Free Press.
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